Momento de debilidad

Historias de la Ciudad


Por Jorge Luis Heredia
Bajo la mirada de Javier.


I

A las cuatro de la tarde Yamilet empezó a llorar. Era lo mismo. La misma escena repetida quinientas veces. Parecía que él tenía un problema de memoria y de palabra. Memoria porque nunca recordaba los tratos con su Yamilet y de palabra porque a fuerza de olvidos se habían vuelto vacías. Era lo mismo. Javier le había prometido llegar a las tres para cuidar a los niños y que ella pudiera asistir a la fiesta de fin de año de la chatarrera y nada, ni sus luces. La niña también empezó a llorar y el niño tenía hambre. Le pareció insoportable. De plano soltó el llanto.

Con su vestido negro de fiesta, usado en cada evento importante, se apresuró a calentar la leche y recostó a su niño Javiercito en el sofá mientras colocaba su cabecita sobre sus piernas para que tomara el biberón. Su niña Lucía se entretuvo frente a la televisión con la película de La Bella y la Bestia que fácilmente había visto cincuenta veces. Pasó mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que el bebé estaba profundamente dormido, igual que ella. La despertó el ruido de la puerta. Era Javier.

Por primera vez en su vida no le reclamó nada. Nada. Dejó con cuidado a Javiercito sobre el sofá, mientras que colocaba una almohada. Tomó su bolso y se fue a la fiesta. Así, sin decir nada, sin reclamar nada y Javier se quedó mudo. No sabía qué decir, no tenía fuerza para hablar. Era de noche y se levantó a cerrar la puerta que Yamilet no se había tomado la molestia en cerrar.

Tocaban música de la Banda MS y Gerardo, su compañero de trabajo en la chatarrera, la recibió como siempre, con los brazos abiertos y una cerveza.

--¿Bailas?

Movió la cabeza, Yamilet no quería bailar, no quería nada, nada, sólo estar lejos de Javier. Gerardo tenía la sonrisa de sangre liviana y usó su arma infalible.

--¿Sí?

Y ella no tuvo más remedio que secar sus lágrimas y dejarse llevar. Perderse, alejarse hasta el otro lado del mundo, romper toda cadena, todo lazo con Javier. Así que bailó, tomó toda la cerveza del mundo y aunque Gerardo estaba feliz de ver a Yamilet liberarse, le preocupó y con su arma infalible la llevó otra vez a la pista porque era la única manera se pedirle que moderara su forma de beber sin que ella se sintiera ofendida.

El supervisor quiso hacer un brindis y ni modo, brindaron. Yamilet, Gerardo y los trabajadores de la chatarrera del norte brindaron. Hacía frío, era tarde, pero la alegría era mayor. Nadie se quejó. Mucho menos Gerardo, el aguerrido amoroso que Yamilet rechazado con decencia una y otra vez y aquélla noche eran uno solo ante la mirada de todos. Julia se acercó y preguntó si todo estaba bien y sí, todo estaba bien. Nadie se había quejado y menos Yamilet que se encontraba de pronto perdidamente feliz, con sus escasos veinte años a cuestas.

Algunas canciones de la Trakalosa siguieron en su horizonte hasta que el salón de fue quedando vacío… Y entonces las palabras mágicas, que al principio pensó que eran eso, mágicas.

--Vámonos…

--A dónde, preguntó Yamilet.

--A donde sea, nunca te había visto feliz.

Y se hizo el silencio. Como si todo se detuviera, los brindis, las discusiones de borrachos, el viento se había detenido y hasta la Trakalosa.

--No, cómo crees, no, de ninguna manera. Recordó a sus hijos.

Aquel silencio se prolongó como si se tratara de la repetición de todo y la repetición de todo le llenó la cabeza y la repetición se mezcló con la cerveza y el tequila del brindis y todo en su cabeza fue ruido otra vez.

--Es que ya es tarde… ¿Quieres regresar así?

Y no, no quería regresar así. Definitivo.

Por eso, así sin pensar, subió al viejo Tsuru de Gerardo y sin planes llegaron al motel del norte, que estaba cerca de la chatarrera. Y fue en la mañana cuando Gerardo le repitió la propuesta.

--Vámonos.

Y ella igual.

--A dónde.

--Vente conmigo, le dijo. Vámonos, vámonos a Zacatecas. Allá tengo un tío que tiene un taller y de seguro que me va a ocupar.


II

Hoy su hija tiene cinco años. La ve cuando entra al Jardín de Niños. Y ha visto a su suegra cuando va por la niña y lleva en sus brazos a su Javiercito. Llora mientras saca el biberón para dar de comer su Víctor Gerardo. El juez le ha prometido que, si las cosas van bien, podrá ver a sus hijos los fines de semana. Sólo eso, los fines de semana, aunque el miedo de enfrentarlos la paraliza.

Sentada en la oficina del juez le pregunto si se arrepiente.

Sonríe. Y no, no parece arrepentirse. Se quedó sin Gerardo, pero llegó su Víctor Gerardo. Lo abraza con cariño, mientras le da el biberón.

--No sé, a lo mejor y aprendí algo…


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