Otilia

Historias de la Ciudad

Por Jorge Luis Heredia

Cuando Ramón Mendoza murió, Otilia Gallegos no supo qué hacer, vamos, no es que no supiera llevar el luto de su esposo, sí, eso sí, aunque no lo sabía en carne propia, lo había visto tantas veces que lo hizo en automático, vestirse de negro. Y no, lo que Otilia no sabía era qué hacer con su vida.

Otilia.


Cuando Ramón Mendoza murió, Otilia se quedó en la nada y no es que no se sintiera feliz, claro que se sentía feliz, de alguna manera había terminado una etapa de su vida que detestaba con todo el corazón, pero guardaba, digamos, las formas de ser buena persona con su suegra, con sus cuñadas, de guardar las formas.

Sufrió, como nunca y como siempre sufrió. Como nunca porque ya no tenía a Ramón para que le dijeran lo que tenía que hacer, so pena de tremendas regañadas que de pronto y sin más se desbordaban en golpes y no pocas veces en encierros prolongados en su cuarto. Otilia recuerda que una ocasión se quedó encerrada tres días, hasta que a Ramón se le dio la gana abrir porque quería que la casa estuviera limpia y porque quería comida caliente.

Y así fue, Otilia salió a limpiar la casa y a hacer la comida caliente. No quería que le destrozaran los labios ni que la encerraran de nuevo. Cierto que su mente vivía de pronto con ilusiones extrañas, se imaginaba que ponía veneno en la comida de Ramón, y que Ramón, al momento de probarla, se daba cuenta que algo estaba mal y la obligaba a comerla.

Se imaginaba también, que tomaba un cuchillo y lo clavaba en la espalda de Ramón, pero se imaginaba igual que con su fuerza limitada no entraría completamente al corazón, si es que tenía, de Ramón. ¿Y qué le diría a sus hijos si lograba atravesarlo? ¿Qué había sido un accidente? ¿Qué lo había planeado toda su vida? ¿Qué los había dejado sin padre porque la maltrataba?

Otilia, bien que lo recuerda, vivió prácticamente encerrada. No salía a fiestas. Cuando mal, no había dinero, pero otras, Ramón se iba a los gallos que no eran para mujeres, desde temprano, se llevaba los gallos que cuidaba como a sus hijos más preciados, queridos y adorados, y después de las peleas de gallos se iba a las fiestas a las que Otilia hubiera querido ir, saludar a su familia, a sus amigas, escuchar música y hasta tomarse una cerveza, lo que sea que fuera.

Años y años, tantos que Otilia había perdido la cuenta y la esperanza. Ni siquiera cuando su sobrina más querida y también apreciada por Ramón, Emelinda, pudo asistir a su fiesta de quince años. Lloró, rogó, pidió, concedió y nada. No fue posible, era muy lejos y no había dinero para un viaje a una “fiestita”, no, Ramón fue tan firme y claro que Otilia se acostó a dormir y durmió más de veinticuatro horas, hasta que la fiesta, de acuerdo con sus cálculos, había terminado. Y cuando abrió sus ojos, se dio cuenta que no había gallos. No había el escándalo de cantos que tanto odiaba y le pareció extraño, fue al patio y realmente no había gallos. Ramón, le dijo su hija, se fue a Nochistlán a las peleas de gallos.

Regresó a la cama a seguir durmiendo. Era seguro que de Nochistlán Ramón llegaría a Teocaltiche a la fiesta de Emelinda. De hecho, según sus cálculos, a esa hora ya debería estar regresando a su Rincón de Romos. Así era, así había sido. Se colocó la almohada en su cabeza y dejó de respirar todo lo que pudo, hasta que sus pulmones le exigieron más oxígeno respiró de nuevo.

Y justamente de esa fiesta regresó Ramón como siempre borrracho, borracho hasta decir imposible más, con sus gallos en la vieja camioneta Hilux, cuando chocó de frente con un camión de carga. Ese día Otilia dejó de llorar. Pero no supo qué más hacer, además de dejar de llorar y llevar el vestido negro del luto y rezar el rosario. Nada más.

De hecho, pasaron dos años antes de que se decidiera a salir. Así, como un conejo asustado después de ser perseguido por los perros, con el temor de un golpe en la cara que no iba a llegar, pero el temor no salía de su vida. Un día tomó la combi a Aguascalientes, temprano, y se pasó todo el día en la Plaza Patria, comiendo papitas con chile, helados, palomitas, un vaso de frutas. La misma banca, ese día no fue capaz de salir del centro, pero por primer a vez en su vida salía libre, salía en completa libertad… Y pasaron todavía ocho años antes de darse la oportunidad de salir con Manlio Pulido.

No, no era de la noche a la mañana que Otilia se quitaba el polvo acumulado de 27 años. Lo dijo a Manlio cuando conoció el mar en Puerto Vallarta, “creo que apenas estoy conociendo el mundo”.


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