Yo lo enseñé al vicio

Historias de la Ciudad


Por Jorge Luis Heredia

Maricela sale de la cárcel mañana. Cumplió sus 52 años de edad hace una semana en una celda fría y húmeda. Se está marchitando, por eso se enfermó, porque se empezó a marchitar hace quince años cuando la detuvieron. Está desesperada. Hay veces que quisiera desesperadamente salir y en otras, cuando la agarra por la cabeza la soledad en las madrugadas, quiere hacer algo para permanecer presa, porque el mundo que dejó afuera ya no es el mismo, se lo han dicho tantas veces que ni siquiera se lo imagina.

Vista de la obra de Alejandro López. No. 6.


Falta una semana y tiene tanta ansiedad que no se compara con la ansiedad que tenía cuando la detuvieron. Entonces ni siquiera pensaba. Sólo supo que la habían detenido y le parecía como una broma, como un juego, como si estuviera soñando y en algún momento despertaría, irremediablemente.

Todo fue tan rápido. Primero Celia y luego Pedro. Y de pronto ya tenía dos hijos. Y tan pronto como los tuvo, un día Aurelio desapareció. No supo nada de él. Nada. Investigó si tenía otra mujer, movió cielo mar y tierra y nadie, nadie de su familia le dijo nada. Sólo que había desaparecido. Llegó a pensar que se había ido a los Estados Unidos con Evelia, pero Evelia seguía viviendo en el mismo lugar de siempre.

No sabía trabajar, no tenía educación. Nada. Nada sabía hacer, quizás dos o tres platillos que siempre hacía su mamá, luego nada, apenas nada. Le dijeron que pusiera una cenaduría y sí, la puso, pero no fue lo que esperaba. Se le acabó el dinero para invertir y de pronto andaba consiguiendo para su negocio. Total que tuvo que cerrar, pero la necesidad seguía viva, porque escuchaba a sus hijos pedirle comida, una y otra vez.

Ellos no hacían huelga de no comer, al contario, parecía que el hambre arreciaba y aparte los gastos de la escuela, así que un día, ahogada en sus deudas, decidió visitar a Pidia, la güera Elpidia, que conoció cuando tuvo la cenaduría. Siempre llegaba a eso de las doce de la noche, casi cuando Maricela iba a cerrar su negocio y se sentaba con toda la calma del mundo a degustar enchiladas.

Con el tiempo Maricela supo que Elpidia vendía drogas. Ella misma se lo dijo un día y la invitó. “Cuando quites este changarro y quieras ganar de a deveras me hablas, yo te ayudo”. Y sí, Elpidia la recibió y la escuchó. Parecía una madre, atenta, serena y muy amable. Con sus palabras Maricela se sintió segura, protegida y de esa reunión salió con su primer paquete.

Recuerda con cierto brillo en sus ojos que fue un éxito. Le ganaba el doble y las ventas repuntaban. No era como las enchiladas. Este era un gran negocio y lo ha dicho una y otra vez, “yo le pedí ayuda al gobierno para la cenaduría, pero eran tantos y tantos trámites y con Elpidia las cosas eran rápidas. No me pidió nada, ni mi acta de nacimiento siquiera, me fiaba lo que yo quisiera, siempre y cuando le pagara y como decían que ella había matado a un muchacho del barrio para quitarle el negocio, pues yo le pagaba puntualmente”.

Al principio pasaba desapercibida, nadie podría sospechar a lo que Maricela se dedicaba. Aunque al pasar de las semanas, todo mundo lo sabía. De hecho, para que no sospecharan de ella, se llevaba a Celia, y Pedro las seguía sin protestar, ni una sola protesta. Era un niño callado, muy callado, de hecho le preguntaron más de una vez si era mudo, pero no lo era, más bien parecía que no tenía nada que decir al mundo.

Aquél niño, desde el momento que supo que él era el hombre de la casa, empezó a cambiar su comportamiento. Seguía sin hablar mucho, pero trabajaba duro, muy duro limpiando calzado para llevar dinero a la familia y el dinero que llevaba le permitía tener ciertos privilegios. “Sí, era un hombrecito muy fuerte y muy hombre. Llegaba, me daba el dinero que había ganado y enseguida se sentaba a la mesa para que le diera de comer, se sentaba en el lugar que un día ocupó Aurelio… Y eso sí, regañaba a Celia como si fuera el Papá de la casa”.

Maricela va a salir de la cárcel, sale mañana. Se le atora un algo en la garganta. No llora porque eso ha aprendido, dice, a no llorar. Irá a vivir con su madre, a ver si le da permiso de vivir con ella un tiempo y allí va a ver cómo le puede ayudar a su hija Celia, que tuvo igual que ella dos niños y de la misma manera la dejó su marido. Como no tenía casa ni a dónde ir, regresó a la casa de su abuela, que la recibió con gusto porque era la única persona que todos los sábados la visitaba y le ayudaba a arreglar la casa, a regar las macetas, a limpiar la cocina y ya en la tarde se podían a preparar un pastel.

A esa casa quiere regresar y aunque no sabe a qué se va a dedicar, una cosa sí sabe, al “vicio” no quiere volver.

-- ¿Qué es lo que más le preocupa Maricela? ¿El dinero? ¿El trabajo?

-- Pues sí, todo eso, pero lo que más me preocupa es que mi hijo también va a salir pronto y me va a reclamar…

-- ¿Qué le va a reclamar Maricela?

-- Que yo lo enseñé al vicio, que por mi culpa lo agarraron…


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