La promesa

Historias de la Ciudad

Por Jorge Luis Heredia

A Lizbeth Contreras Cabrera

I

Un día Julieta, sin entender nada de nada, se quedó sin madre, sin padre y en la casa de la abuela. No es que no quisiera a Mercedes, lo que pasó es que de pronto el amor que le había mostrado la abuela, en las pocas visitas que recordaba, también se acabó. Así, de pronto. Y eso menos lo entendía.

Atestiguando la promesa. Alebrije del
Centro de Animación Cultural Oriente. Aguascalientes.

De pronto un día llegó su mamá de visita y se alegró, realmente se alegró. La abrazó y por ningún motivo quería soltarla jamás. Nunca de los nuncas. Se quejó amargamente. “Es que mi abuela no me quiere, me regaña, me pega”. Elisa sonrió. “Hija, esto es temporal, vamos a estar separadas por un tiempo, pero luego te prometo que vamos a vivir siempre juntas”.

No le fue suficiente. Quería más, un poco más, pero era todo lo que Elisa podía entregarle, una promesa tan débil como una nube lejana que desaparece ante el más tenue viento. Era como vivir en una cárcel custodiada por una bruja. Sin más. Hasta el día en que su madre llegó nuevamente, sonriente, con un bebé en brazos. “Hija, ya tienes un hermanito, se va a quedar con Ustedes. Quiero que me lo cuides mucho”. La alegría duró poco. Muy poco, la madre volvió a desaparecer. La casa embrujada tenía un nuevo inquilino que no dejaba dormir a nadie y menos a la abuela, que tenía que estar al pendiente del biberón a todas horas, de noche y de día.

Y el tiempo seguía inclemente. La casa embrujada no cambiaba. Mercedes la regañaba a todas horas. Los jalones de pelo se incrementaron. Los pellizcos y no sólo a ella, a Julieta, quien también sufría cuando la abuela le gritaba a Emilio que ya se callara y si no lo hacía, llegaban los pellizcos que lo hacían llorar más. Sólo era feliz cuando estaba en el jardín de niños, aunque el pesar por lo que le estuviera pasando a Emilio, le quitaba las energías que llevaba para jugar.

Y luego otra visita, de pronto su madre apareció. Ya estaba en la casa cuando Julieta llegó de la escuela. Sintió que la promesa había llegado, que su mamá le había cumplido. Y sonrió con la mejor sonrisa del universo. Y nada. La novedad era que ya tenía una hermanita. Mariana. Blanca y de pelo negro. Con una sonrisa tan grande como la de Julieta. Fue un momento eterno. Quiso aferrarse a su mamá, pero en el fondo sabía que nada era verdad, que desaparecería una vez más. “Mamá, es que ya no aguanto, ya no, ni Emilio”. “Hija, estudia mucho, mucho, porque vamos a salir adelante, te lo prometo. Un día vamos a tener nuestra propia casa”.

Y sí, desapareció como llegó, pero en la casa ya había una nueva habitanta. Mariana no lloraba tanto como Emilio. Sonreía siempre y era la única persona de la casa que hacía reir a la abuela, por momentos, muy raros, era como si la quisiera algo, muy poquito, pero algo, la regañaba menos que a Emilio y menos que a Julieta, que ya estaba en la primaria y trataba a toda costa de estudiar y estar lista para cuando se cumpliera la promesa de su madre, frecuentemente fue la mejor de su grupo. Se aferraba a pesar de todo a la promesa. Era su refugio. La escuela era para ella como una cueva en la que podía ser libre, pero ni modo, tenía que regresar a la casa antes de que la bruja desapareciera a sus hermanos.

Julieta estaba por entrar a la secundaria. Fue un viernes. Un viernes lluvioso. Su abuela le dijo que ese día no iría a la escuela. Fue como un golpe en la cabeza. Su único escape estaba bloqueado. Lloró. La regañaron por llorar y lloró más. Una cachetada y subió el volumen. Fue de pronto, así, como un rayo partiendo su corazón cuando tomó sin más todas las pastillas que pudo de su abuela. Empezó a vomitar. Amaneció en un hospital. Pero se recuperó. Era fuerte. Cuando se abrieron sus ojos empezaron los disparos de su abuela, palabra tras palabra, como balas. El Dr. Enciso le pidió guardar silencio y que tratara mejor a la niña, de lo contrario, podría volver a intentarlo. “Pues que lo intente”, respondió la abuela.

Justo cuando estaba perdiendo toda su energía, llegó un día Elisa, llevaba un bebé en brazos. “Se llama Evelyn”, le dijo… Julieta no sonrió. Le dio gusto de alguna manera, pero no sonrió. Ni siquiera abrazó a su mamá, no quería aferrarse a nada. Su madre sí, Elisa abrazó a su niña con todas sus fuerzas. Julieta no resistió y correspondió el abrazo con todo el amor que le quedaba. “Hija, te hice una promesa, te dije que un día nos íbamos a ir de aquí a nuestra propia casa…” Afuera los esperaba Matías en un viejo Corolla verde. “Él es mi esposo y será tu papá hija…”

Quiso regresar. Le dio miedo entrar a otra casa embrujada más grande. No pudo, no pudo dar un paso atrás, fue definitivo…

II

Hoy se gradúa.

-- ¿Qué cambiarías de tu vida?

-- No sé, quizás haber tenido un padre, aunque cuando conocí a Matías, el esposo de mi mamá, supe que tenía un padre de a deveras.

Julieta se acaba de graduar. Es ingeniera química. Se ve orgullosa y junto a ella se encuentran igual de orgullosos Elisa y Matías, acompañados por Emilio, Mariana y Evelyn.

-- Ya rompiste la tradición. Tienes 22 años…

-- Sí, mi mamá no tuvo la oportunidad de estudiar.

-- Es que no tuviste familia a los 15.

-- Sí, eso también.

-- ¿Y tu abuela?

-- Que en paz descanse, pero imagínate que te lleven a una familia completa a que la cuides, así de pronto, pobre…

-- ¿Le guardas rencor?

-- No, no creo, bueno, pues como le he dicho a mi mamá, como que era bipolar, cuando mi mamá nos visitaba, nos trataba bien, el resto del tiempo era diferente.

-- ¿Qué esperas de la vida?, sonríe, baja la cabeza y limpia sus lágrimas.

-- Pues ejercer… la verdad es que le agradezco a la vida por haberme dado esta familia maravillosa.


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